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quinta-feira, 2 de outubro de 2008

CONSTRUIR, HABITAR, PENSAR

MARTIN HEIDEGGER

TRADUCCIÓN DE EUSTAQUIO BARJAU, EN CONFERENCIAS Y ARTÍCULOS, SERBAL, BARCELONA, 1994.

En lo que sigue intentamos pensar sobre el habitar y el construir. Este pensar sobre el construir no tiene la pretensión de encontrar ideas sobre la construcción, ni menos dar reglas sobre cómo construir. Este ensayo de pensamiento no presenta en absoluto el construir a partir de la arquitectura ni de la técnica sino que va a buscar el construir en aquella región a la que pertenece todo aquello que es.


Nos preguntamos:

1.° ¿Qué es habitar?

2.° ¿En qué medida el construir pertenece al habitar?


I

Al habitar llegamos, así parece, solamente por medio del construir. Éste, el construir, tiene a aquél, el habitar, como meta. Sin embargo, no todas las construcciones son moradas. Un puente y el edificio de un aeropuerto; un estadio y una central energética; una estación y una autopista; el muro de contención de una presa y la nave de un mercado son construcciones pero no viviendas. Sin embargo, las construcciones mencionadas están en la región de nuestro habitar. Ésta va más allá de esas construcciones; por otro lado, sin embargo, no se limita a la vivienda. Para el camionero la autopista es su casa, pero no tiene allí su alojamiento; para una obrera de una fábrica de hilados, ésta es su casa, pero no tiene allí su vivienda; el ingeniero que dirige una central energética está allí en casa, sin embargo no habita allí. Estas construcciones albergan al hombre. Él mora en ellas, y sin embargo no habita en ellas, si habitar significa únicamente tener alojamiento. En la actual falta de viviendas, tener donde alojarse es ciertamente algo tranquilizador y reconfortante; las construcciones destinadas a servir de vivienda proporcionan ciertamente alojamiento; hoy en día pueden incluso tener una buena distribución, facilitar la vida práctica, tener precios asequibles, estar abiertas al aire, la luz y el sol; pero: ¿albergan ya en sí la garantía de que acontezca un habitar? Por otra parte, sin embargo, aquellas construcciones que no son viviendas no dejan de estar determinadas a partir del habitar en la medida en que sirven al habitar de los hombres. Así pues, el habitar sería en cada caso el fin que preside todo construir. Habitar y construir están el uno con respecto al otro en la relación de fin a medio. Ahora bien, mientras únicamente pensemos esto estamos tomando el habitar y el construir como dos actividades separadas, y en esto estamos representando algo que es correcto. Sin embargo, al mismo tiempo, con el esquema medio-fin estamos desfigurando las relaciones esenciales. Porque construir no es sólo medio y camino para el habitar, el construir es en sí mismo ya el habitar. ¿Quién nos dice esto? ¿Quién es que puede darnos una medida con la cual podamos medir de un cabo al otro la esencia de habitar y construir? La exhortación sobre la esencia de una cosa nos viene del lenguaje, en el supuesto de que prestemos atención a la esencia de éste. Sin embargo, mientras tanto, por el orbe de la tierra corre una carrera desenfrenada de escritos y de emisiones de lo hablado. El hombre se comporta como si fuera él el forjador y el dueño del lenguaje, cuando en realidad es éste el que es y ha sido siempre el señor del hombre. Tal vez, más que cualquier otra cosa, la inversión, llevada a cabo por el hombre, de esta relación de dominio es lo que empuja a la esencia de aquél a lo no hogareño. El hecho de que nos preocupemos por la corrección en el hablar está bien, sin embargo no sirve para nada mientras el lenguaje siga sirviendo únicamente como un medio para expresarnos. De entre todas las exhortaciones que nosotros, los humanos, podemos traer, desde nosotros, al hablar, el lenguaje es la suprema y la que, en todas partes, es la primera.

¿Qué significa entonces construir? La palabra del alto alemán antiguo correspondiente a construir, buan, significa habitar. Esto quiere decir: permanecer, residir. El significado propio del verbo bauen (construir), es decir, habitar, lo hemos perdido. Una huella escondida ha quedado en la palabra Nachbar (vecino). El Nachbar es el Nachgebur, el Nachgebauer, aquel que habita en la proximidad. Los verbos buri, büren, beuren, beuron significan todos el habitar, el habitat. Ahora bien, la antigua palabra buan, ciertamente, no dice sólo que construir sea propiamente habitar, sino que a la vez nos hace una seña sobre cómo debemos pensar el habitar que ella nombra. Cuando hablamos de morar, nos representamos generalmente una forma de conducta que el hombre lleva a calo junto con otras muchas. Trabajamos aquí y habitamos allí. No sólo habitamos, esto sería casi la inactividad; tenemos una profesión, hacemos negocios, viajamos y estando de camino habitamos, ahora aquí, ahora allí. Construir (bauen) significa originariamente habitar. Allí donde la palabra construir habla todavía de un modo originario dice al mismo tiempo hasta dónde llega la esencia del habitar. Bauen, buan, bhu, beo es nuestra palabra «bin» («soy») en las formas ich bin, du bist (yo soy, tú eres), la forma de imperativo bis, sei, (sé). Entonces ¿qué significa ich bin (yo soy)? La antigua palabra bauen, con la cual tiene que ver bin, contesta: «ich bin», «du bist» quiere decir: yo habito tú habitas. El modo como tú eres, yo soy, la manera según la cual los hombres somos en la tierra es el Buan, el habitar. Ser hombre significa: estar en la tierra como mortal, significa: habitar. La antigua palabra bauen significa que el hombre es en la medida en que habita; la palabra bauen significa al mismo tiempo abrigar y cuidar; así, cultivar (construir) un campo de labor (einen Acker bauen), cultivar (construir) una viña. Este construir sólo cobija el crecimiento que, desde sí, hace madurar sus frutos. Construir, en el sentido de abrigar y cuidar, no es ningún producir. La construcción de buques y de templos, en cambio, produce en cierto modo ella misma su obra. El construir (Bauen) aquí, a diferencia del cuidar, es un erigir. Los dos modos del construir -construir como cuidar, en latín collere, cultura; y construir como levantar edificios, aedificare- están incluidos en el propio construir. habitar. El construir como el habitar, es decir, estar en la tierra, para la experiencia cotidiana del ser humano es desde siempre, como lo dice tan bellamente la lengua, lo «habitual». De ahí que se retire detrás de las múltiples maneras en las que se cumplimenta el habitar, detrás de las actividades del cuidar y edificar. Luego estas actividades reivindican el nombre de construir y con él la cosa que este nombre designa. El sentido propio del construir, a saber, el habitar, cae en el olvido.

Este acontecimiento parece al principio como si fuera un simple proceso dentro del cambio semántico que tiene lugar únicamente en las palabras. Sin embargo, en realidad se oculta ahí algo decisivo, a saber: el habitar no es experienciado como el ser del hombre; el habitar no se piensa nunca plenamente como rasgo fundamental del ser del hombre.

Sin embargo, el hecho de que el lenguaje, por así decirlo, retire al significado propio de la palabra construir, el habitar, testifica lo originario de estos significados; porque en las palabras esenciales del lenguaje, lo que éstas dicen propiamente cae fácilmente en el olvido a expensas de lo que ellas mientan en primer plano. El misterio de este proceso es algo que el hombre apenas ha considerado aún. El lenguaje le retira al hombre lo que aquél, en su decir, tiene de simple y grande. Pero no por ello enmudece la exhortación inicial del lenguaje; simplemente guarda silencio. El hombre, no obstante, deja de prestar atención a este silencio.

Pero si escuchamos lo que el lenguaje dice en la palabra construir, oiremos tres cosas:

1.° Construir es propiamente habitar.


2.° El habitar es la manera como los mortales son en la tierra.

3.° El construir como habitar se despliega en el construir que cuida, es decir, que cuida el crecimiento... y en el construir que levanta edificios.

Si pensamos estas tres cosas, percibiremos una seña y obser­varemos esto: lo que sea en su esencia construir edificios es algo sobre lo que no podemos preguntar ni siquiera de un modo suficiente, y no hablemos de decidirlo de un modo adecuado a la cuestión, mientras no pensemos que todo construir es en sí un habitar. No habitamos porque hemos construido, sino que construimos y hemos construido en la medida en que habitamos, es decir, en cuanto que somos los que habitan. Pero ¿en qué consiste la esencia del habitar? Escuchemos una vez más la exhortación del lenguaje: el anti­guo sajón «wuon» y el gótico «wunian» significan, al igual que la antigua palabra bauen, el permanecer, el residir. Pero la palabra gótica «wunian» dice de un modo más claro cómo se experiencia este permanecer. «Wunian» significa: estar satisfecho (en paz); llevado a la paz, permanecer en ella. La palabra paz (Friede) significa lo li­bre, das Frye, y fry significa: preservado de daño y amenaza; preservado de..., es decir, cuidado. Freien (liberar) significa propiamente cuidar. El cuidar, en sí mismo, no consiste únicamente en no ha­cerle nada a lo cuidado. El verdadero cuidar es algo positivo, y acontece cuando de antemano dejamos a algo en su esencia, cuan­do propiamente realbergamos algo en su esencia; cuando, en co­rrespondencia con la palabra, lo rodeamos de una protección, lo po­nemos a buen recaudo. Habitar, haber sido llevado a la paz, quiere decir: permanecer a buen recaudo, apriscado en lo frye, lo libre, es decir, en lo libre que cuida toda cosa llevándola a su esencia. El rasgo fundamental del habitar es este cuidar (mirar por). Este ras­go atraviesa el habitar en toda su extensión. Ésta se nos muestra así que pensamos en que en el habitar descansa el ser del hombre, y descansa en el sentido del residir de los mortales en la tierra.


Pero «en la tierra» significa abajo el cielo». Ambas cosas co­-significan «permanecer ante los divinos» e incluyen un «perteneciendo a la comunidad de los hombres». Desde una unidad originaria pertenecen los cuatro -tierra, cielo, los divinos y los mortales­ a una unidad.

La tierra es la que sirviendo sostiene; la que floreciendo da frutos, extendida en roquedo y aguas, abriéndose en forma de plantas y animales. Cuando decimos tierra, estamos pensando ya con ella los otros Tres, pero, no obstante, no estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.

El cielo es el camino arqueado del sol, el curso de la luna en sus distintas fases, el resplandor ambulante de las estrellas, las es­taciones del año y el paso de una a otra, la luz y el crepúsculo del día, oscuridad y claridad de la noche, lo hospitalario y lo inhóspito del tiempo que hace, el paso de las nubes y el azul profundo del éter. Cuando decimos cielo, estamos pensando con él los otros Tres, pero no estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.

Los divinos son los mensajeros de la divinidad que nos hacen señas. Desde el sagrado prevalecer de aquélla aparece el Dios en su presente o se retira en su velamiento. Cuando nombramos a los divinos, estamos pensando en los otros Tres, pero no estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.

Los mortales son los hombres. Se llaman mortales porque pueden morir. Morir significa ser capaz de la muerte como muer­te. Sólo el hombre muere, y además de un modo permanente, mientras está en la tierra, bajo el cielo, ante los divinos. Cuando nombramos a los mortales, estamos pensando en los otros Tres pero no estamos considerando la simplicidad de los Cuatro.
Esta unidad de ellos la llamamos la Cuaternidad. Los mortales están en la Cuaternidad al habitar. Pero el rasgo fundamental del habitar es el cuidar (mirar por). Los mortales habitan en el modo como cuidan la Cuaternidad en su esencia. Este cuidar que habita es así cuádruple.


Los mortales habitan en la medida en que salvan la tierra -retten (salvar), la palabra tomada en su antiguo sentido, que conocía aún Lessing. La salvación no sólo arranca algo de un peligro; salvar significa propiamente: franquearle a algo la entrada a su propia esencia. Salvar la tierra es más que explotarla o incluso estragarla. Salvar la tierra no es adueñarse de la tierra, no es hacerla nuestro súbdito, de donde sólo un paso lleva a la explotación sin límites.

Los mortales habitan en la medida en que reciben el cielo como cielo. Dejan al sol y a la luna seguir su viaje; a las estrellas su ruta; a las estaciones del año, su bendición y su injuria; no hacen de la noche día ni del día una carrera sin reposo.

Los mortales habitan en la medida en que esperan a los divinos como divinos. Esperando les sostienen lo inesperado yendo al encuentro de ellos; esperan las señas de su advenimiento y no desconocen los signos de su ausencia. No se hacen sus dioses ni practican el culto a ídolos. En la desgracia esperan aún la salvación que se les ha quitado.

Los mortales habitan en la medida en que conducen su esencia propia -ser capaces de la muerte como muerte- al uso de esta capacidad, para que sea una buena muerte. Conducir a los mortales a la esencia de la muerte no significa en absoluto poner como meta la muerte en tanto que nada vacía; tampoco quiere decir ensombrecer el habitar con una mirada ciega dirigida fijamente al fin.
En el salvar la tierra, en el recibir el cielo, en la espera de los divinos, en el conducir de los mortales acaece de un modo propio el habitar como el cuádruple cuidar (mirar por) de la Cuaternidad. Cuidar (mirar por) quiere decir: custodiar la Cuaternidad en su esencia. Lo que se toma en custodia tiene que ser albergado. Pero, si el habitar cuida la Cuaternidad ¿dónde guarda (en verdad) aquél su propia esencia? ¿Cómo llevan a cabo los mortales el habitar como este cuidar? Los mortales no serían nunca capaces de esto si el habitar fuera únicamente un residir en la tierra, bajo el cielo, ante los divinos, con los mortales. El habitar es más bien siempre un residir cabe las cosas. El habitar como cuidar guarda (en verdad) la Cuaternidad en aquello cabe lo cual los mortales residen: en las cosas.


Pero el residir cabe las cosas no es algo que esté simplemente añadido como un quinto elemento al carácter cuádruple del cui­dar del que hemos hablado; al contrario: el residir cabe las cosas es la única manera como se lleva a cabo cada vez de un modo unitario la cuádruple residencia en la Cuaternidad. El habitar cuida la Cuaternidad llevando la esencia de ésta a las cosas. Ahora bien, las cosas mismas albergan la Cuaternidad sólo cuando ellas mismas, en tanto que cosas, son dejadas en su esencia. ¿Cómo ocurre esto? De esta manera: los mortales abrigan y cuidan las cosas que cre­cen, erigen propiamente las cosas que no crecen. El cuidar y el erigir es el construir en el sentido estricto. El habitar, en la medida en que guarda (en verdad) a la Cuaternidad en las cosas, es, en tanto que este guardar (en verdad), un construir. Con ello se nos ha puesto en camino de la segunda pregunta:


II

¿En qué medida pertenece el habitar al construir?

La contestación a esta pregunta dilucida lo que es propiamente el construir pensado desde la esencia del habitar. Nos limitamos al construir en el sentido de edificar cosas y preguntamos: ¿qué es una cosa construida? Sirva como ejemplo para nuestra reflexión un puente.

El puente se tiende «ligero y fuerte» por encima de la corriente. No junta sólo dos orillas ya existentes. Es pasando por el puente como aparecen las orillas en tanto que orillas. El puente es propiamente lo que deja que una yazga frente a la otra. Es por el puente por el que el otro lado se opone al primero. Las orillas tampoco discurren a lo largo de la corriente como franjas fronterizas indiferentes de la tierra firme. El puente, con las orillas, lleva a la corriente las dos extensiones de paisaje que se encuentran detrás de estas orillas. Lleva la corriente, las orillas y la tierra a una vecindad recíproca. El puente coliga la tierra como paisaje en torno a la corriente. De este modo conduce a ésta por las vegas. Los pilares del puente, que descansan en el lecho del río, aguantan el impulso de los arcos que dejan seguir su camino a las aguas de la corriente. Tanto si las aguas avanzan tranquilas y alegres, como si las lluvias del cielo, en las tormentas, o en el deshielo, se precipitan en olas furiosas contra los arcos, el puente está preparado para los tiempos del cie­lo y la esencia tornadiza de éstos. Incluso allí donde el puente cubre el río, él mantiene la corriente dirigida al cielo, recibiéndola por unos momentos en el vano de sus arcos y soltándola de nuevo.

El puente deja a la corriente su curso y al mismo tiempo garantiza a los mortales su camino, para que vayan de un país a otro, a pie, en tren o en coche. Los puentes conducen de distintas maneras. El puente de la ciudad lleva del recinto del castillo a la plaza de la catedral; el puente de la cabeza de distrito, atravesando el río, lleva a los coches y las caballerías enganchadas a ellos a los pueblos de los alrededores. El viejo puente de piedra que, sin casi hacerse notar, cruza el pequeño riachuelo es el camino por el que pasa el carro de la cosecha, desde los campos al pueblo; lleva a la carreta de madera desde el sendero a la carretera. El puente que atraviesa la autopista está conectado a la red de líneas de larga distancia, una red establecida según cálculos y que debe lograr la mayor velocidad posible. Siempre, y cada vez de un modo distinto, el puente acompaña de un lado para otro los caminos vacilantes y apresurados de los hombres, para que lleguen a las otras ori­llas y finalmente, como mortales, lleguen al otro lado. El puente, en arcos pequeños o grandes, atraviesa río y barranco -tanto si los mortales prestan atención a lo superador del camino por él abierto como si se olvidan de él- para que, siempre ya de camino al último puente, en el fondo aspiren a superar lo que les es habitual y aciago, y de este modo se pongan ante la salvación de lo divino. El puente reúne, como el paso que se lanza al otro lado, llevando ante los divinos. Tanto si la presencia de éstos está considerada de propio y agradecido de un modo visible, en la figura del santo del puente, como si queda ignorada o incluso arrumbada.

El puente coliga según su manera cabe sí tierra y cielo, los divinos y los mortales.

Según una vieja palabra de nuestra lengua, a la coligación se la llama «thing». El puente es una cosa y lo es en tanto que la co­ligación de la Cuaternidad que hemos caracterizado antes. Se piensa, ciertamente, que el puente, ante todo y en su ser propio, es sin más un puente. Y que luego, de un modo ocasional, podrá expresar además distintas cosas. Como tal expresión, se dice, se convierte en símbolo, en ejemplo de todo lo que antes se ha nombrado. Pero el puente, si es un auténtico puente, no es nunca primero puente sin más y luego un símbolo. Y del mismo modo tampoco es de antemano sólo un símbolo en el sentido de que exprese algo que, tomado de un modo estricto, no pertenece a él. Si tomamos el puente en sentido estricto, aquél no se muestra nunca como expresión. El puente es una cosa y sólo esto. ¿Sólo? En tanto que esta cosa, coliga la Cuaternidad.

Nuestro pensar está habituado desde hace mucho tiempo a estimar la esencia de la cosa de un modo demasiado pobre. En el curso del pensar occidental esto tuvo como consecuencia que a la cosa se la representara como un ignotum X afectado por propiedades percibibles. Visto desde esta perspectiva, todo aquello que pertenece ya a la esencia coligante de esta cosa nos parece, ciertamente, como un aditamento introducido posteriormente por la interpretación. Sin embargo, el puente no sería nunca un puente sin más si no fuera una cosa.

El puente es, ciertamente, una cosa de un tipo propio, porque coliga la Cuaternidad de tal modo que otorga (hace sitio a) una plaza. Pero sólo aquello que en sí mismo es un lugar puede abrir un espacio a una plaza. El lugar no está presente ya antes del puente. Es cierto que antes de que esté puesto el puente, a lo largo de la corriente hay muchos sitios que pueden ser ocupados por algo. De entre ellos uno se da como un lugar, y esto ocurre por el puente. De este modo, pues, no es el puente el que primero viene a estar en un lugar, sino que por el puente mismo, y sólo por él, surge un lugar. El puente es una cosa, coliga la Cuaternidad, pero coliga en el modo del otorgar (hacer sitio a) a la Cuaternidad una plaza. Desde esta plaza se determinan plazas de pueblos y caminos por los que a un espacio se le hace espacio.

Las cosas que son lugares de este modo, y sólo ellas, otorgan cada vez espacios. Lo que esta palabra «Raum» (espacio) nombra lo dice su viejo significado: raum, rum quiere decir lugar franqueado para población y campamento.

Un espacio es algo aviado (espaciado), algo a lo que se le ha franqueado espacio, o sea dentro de una frontera, en griego war¡p.

La frontera no es aquello en lo que termina algo, sino, como sabían ya los griegos, aquello a partir de donde algo comienza a ser lo que es (comienza su esencia). Para esto está el concepto: wñmsirõ, es decir, frontera. Espacio es esencialmente lo aviado (aquello a lo que se ha hecho espacio), lo que se ha dejado entrar en sus fronteras. Lo espaciado es cada vez otorgado. y de este modo ensamblado es decir, coligado por medio de un lugar, es decir, por una cosa del tipo del puente. De ahí que los espacios reciban su esencia desde lugares y no desde «el» espacio.

A las cosas que, como lugares, otorgan plaza las llamaremos ahora, anticipando lo que diremos luego, construcciones. Se llaman así porque están pro-ducidas por el construir que erige. Pero qué tipo de producir tiene que ser este construir es algo que experienciaremos sólo si primero consideramos la esencia de aquellas cosas que, desde sí mismas, exigen para su producción el construir como pro-ducir. Estas cosas son lugares que otorgan plaza a la Cuaternidad, una plaza que avía siempre un espacio. En la esencia de estas cosas como lugares está el respecto de lugar y espacio, pero está también la referencia del espacio al hombre que reside cabe el lugar. Por esto vamos a intentar ahora aclarar la esencia de estas cosas que lamamos construcciones considerando brevemente lo que Sigue.

Primero: ¿en qué referencia están lugar y espacio?, y luego: ¿cuál es la relación entre hombre y espacio?

El puente es un lugar. Como tal cosa otorga un espacio en el que están admitidos tierra v cielo, los divinos y los mortales. El espacio otorgado por el puente (al que el puente ha hecho sitio) contiene distintas plazas, más cercanas o más lejanas al puente. Pero estas plazas se dejan estimar ahora corno meros sitios entre los cuales hay una distancia medible, una distancia, en griego noid‹ts, es siempre algo a lo que se ha aviado (se ha hecho espacio), y esto por meros emplazamientos. Aquello que los sitios han aviado es un espacio de un determinado tipo. Es, en tanto que distancia, lo que la misma palabra stadion nos dice en latín: un «spatium», un espacio intermedio. De este modo, cercanía y lejanía entre hombres y cosas pueden convertirse en meros alejamientos, en distancias del espacio intermedio. En un espacio que está representado sólo como spatium el puente aparece ahora como un mero algo que está en un emplazamiento, el cual siempre puede estar ocupado por algo distinto o reemplazado por una marca. No sólo eso, desde el espacio como espacio intermedio se pueden sacar las simples extensiones según altura, anchura y profundidad. Esto, abstraído así, en latín abstractum, lo representamos como la pura posibilidad de las tres dimensiones. Pero lo que esta pluralidad avía no se determina ya por distancias, no es ya ningún spatium, sino sólo extensio, extensión. El espacio como extensio puede ser objeto de otra abstracción, a saber, puede ser abstraído a relaciones analítico-algebraicas. Lo que éstas avían es la posibilidad de la construcción puramente matemática de pluralidades con todas las dimensiones que se quieran. A esto que las matemáticas han aviado podemos llamarlo «el» espacio. Pero «el» espacio en este sentido no contiene espacios ni plazas. En él no encontraremos nunca lugares, es decir, cosas del tipo de un puente. Ocurre más bien lo contrario: en los espacios que han sido aviados por los lugares está siempre el espacio como espacio intermedio, y en éste, a su vez, el espacio como pura extensión. Spatium y extensio dan siempre la posibilidad de espaciar cosas y de medir (de un cabo al otro) estas cosas según distancias, según trechos, según direcciones, y de calcular estas medidas. Sin embargo, en ningún caso estos números-medida y sus dimensiones, por el solo hecho de que se puedan aplicar de un modo general a todo lo extenso, son ya el fundamento de la esencia de los espacios y lugares que son medibles con la ayuda de las Matemáticas. Hasta qué punto la Física moderna ha sido obligada por la cosa misma a representar el medio espacial del espacio cósmico como unidad de campo que está determinada por el cuerpo como centro dinámico, es algo que no puede ser dilucidado aquí.

Los espacios que nosotros estamos atravesando todos los días están aviados por los lugares; la esencia de éstos tiene su fundamento en cosas del tipo de las construcciones. Si prestamos atención a estas referencias entre lugares y espacios, entre espacios y espacio, obtendremos un punto de apoyo para considerar la relación entre hombre y espacio.

Cuando se habla de hombre y espacio, oímos esto como si el hombre estuviera en un lado y el espacio en otro. Pero el espacio no es un enfrente del hombre, no es ni un objeto exterior ni una vivencia interior. No hay los hombres y además espacio; porque cuando digo «un hombre» y pienso con esta palabra en aquel que es al modo humano, es decir, que habita, entonces con la palabra «un hombre» estoy nombrando ya la residencia en la Cuaternidad, cabe las cosas. Incluso cuando nos las habemos con cosas que no están en la cercanía que puede alcanzar la mano, residimos cabe estas cosas mismas. No representamos las cosas lejanas meramente -como se enseña- en nuestro interior, de tal modo que, como sus­titución de estas cosas lejanas, en nuestro interior y en la cabeza, sólo pasen representaciones de ellas. Si ahora nosotros -todos nosotros-, desde aquí pensamos el viejo puente de Heidelberg, el di­rigir nuestro pensamiento a aquel lugar no es ninguna mera vi­vencia que se dé en las personas presentes aquí; lo que ocurre más bien es que a la esencia de nuestro pensar en el mencionado puente pertenece el hecho de que este pensar aguante en sí la lejanía con respecto a este lugar. Desde aquí estamos cabe aquel puente de allí, y no, como si dijéramos, cabe un contenido de representación que se encuentra en nuestra conciencia. Incluso puede que desde aquí estemos más cerca de aquel puente y de aquello que él avía que aquellos que lo usan todos los días como algo indiferente para pasar el río. Los espacios y con ellos «el» espacio están ya siempre aviados a la residencia de los mortales. Los espacios se abren por el hecho de que se los deja entrar en el habitar de los hombres. Los mortales son; esto quiere decir: habitando aguantan espacios sobre el fundamento de su residencia cabe cosas y lugares. Y sólo porque los mortales, conforme a su esencia, aguantan espacios, pueden atravesar espacios. Sin embargo, al andar no abandonamos aquel estar (del aguantar). Más bien estamos yendo por espa­cios de un modo tal que, al hacerlo, ya los aguantamos residiendo siempre cabe lugares y cosas cercanas y lejanas. Cuando me dirijo a la salida de la sala, estoy ya en esta salida, y no podría ir allí si yo no fuera de tal forma que ya estuviera allí. Yo nunca estoy solamente aquí como este cuerpo encapsulado, sino que estoy allí, es decir, aguantando ya el espacio, y sólo así puedo atravesarlo.

Incluso cuando los mortales «entran en sí mismos» no abandonan la pertenencia a la Cuaternidad. Cuando nosotros -como se dice- meditamos sobre nosotros mismos, vamos hacia nosotros vol­viendo de las cosas, sin abandonar la residencia cabe las cosas. Incluso la pérdida de respecto con las cosas que aparecen en esta­dos depresivos, no sería posible en absoluto si este estado no siguiera siendo lo que él es como estado humano, es decir, una residencia cabe las cosas. Sólo si esta residencia ya determina al ser del hombre, pueden las cosas, junto a las cuales estamos, llegar a no decirnos nada, a no importarnos ya nada.

El respecto del hombre con los lugares y, a través de los lugares, con espacios descansa en el habitar. El modo de habérselas de hombre y espacio no es otra cosa que el habitar pensado de un modo esencial.

Cuando reflexionamos, del modo como hemos intentado hacerlo, sobre la relación entre lugar y espacio, pero también sobre el modo de habérselas de hombre y espacio, se hace una luz sobre la esencia de las cosas que son lugares y que nosotros llamamos construcciones.

El puente es una cosa de este tipo. El lugar deja entrar la simplicidad de tierra y cielo, de divinos y de mortales a una plaza, instalando la plaza en espacios. El lugar avía la Cuaternidad en un doble sentido. El lugar admite a la Cuaternidad e instala a la Cuaternidad. Ambos, es decir, aviar como admitir y aviar como instalar se pertenecen el uno al otro. Como tal doble aviar, el lugar es un cobijo de la Cuaternidad o, como dice la misma palabra, un Huis, una casa. Las cosas del tipo de estos lugares dan casa a la residencia del hombre. Las cosas de este tipo son viviendas, pero no moradas en el sentido estricto.


El producir de tales cosas es el construir. Su esencia descansa en que esto corresponde al tipo de estas cosas. Son lugares que otorgan espacios. Por esto, el construir, porque instala lugares, es un instituir y ensamblar de espacios. Como el construir pro-duce lugares, con la inserción de sus espacios, el espacio como spatium y como extensio llega necesariamente también al ensamblaje cósico de las construcciones. Ahora bien, el construir no configura nunca «el» espacio. Ni de un modo inmediato ni de un modo mediato. Sin embargo, el construir, al pro-ducir las cosas como lugares, está más cerca de la esencia de los espacios y del provenir esencial «del» espacio que toda la Geometría y las Matemáticas. Este construir erige lugares que avían una plaza a la Cuaternidad. De la simplicidad en la que tierra y cielo, los divinos y los mortales se pertenecen mutuamente, recibe el construir la indicación para su erigir lugares.

Desde la Cuaternidad, el construir toma sobre sí las medidas para toda medición transversal de los espacios y para todo tomar la medida de los espacios que están cada vez aviados por los lugares instituidos. Las construcciones mantienen (en verdad) a la Cuaternidad. Son cosas que, a su modo, cuidan (miran por) la Cuaternidad. Cuidar la Cuaternidad, salvar la tierra, recibir el cielo, estar a la espera de los divinos, guiar a los mortales, este cuádruple cuidar es la esencia simple del habitar. De este modo, las auténticas construcciones marcan el habitar llevándolo a su esencia y dan casa a esta esencia.

Este construir que acabamos de caracterizar es un dejar habitar distinto de los demás. Si es esto de hecho, entonces el construir ha correspondido ya a la exhortación de la Cuaternidad. Sobre esta correspondencia permanece fundado todo planificar que, por su parte, abre a los proyectos las zonas adecuadas para sus líneas directrices.

Así que intentamos pensar desde el dejar habitar la esencia del construir que erige, experienciamos de un modo más claro dónde descansa aquel pro-ducir como una actividad cuyos rendimientos tienen como consecuencia un resultado, la construcción terminada. Se puede representar el pro-ducir así: uno aprehende algo correcto y, no obstante, no acierta nunca con su esencia, que es un traer que pone delante. En efecto, el construir trae la Cuaternidad llevándola a una cosa, el puente, y pone la cosa delante como un lugar llevándolo a lo ya presente, que ahora, y no antes, está aviado por este lugar.

Pro-ducir (hervorbringen) se dice en griego vtkÛt. A la raíz tec de este verbo pertenece la palabra hnx¡t, técnica. Esto para los griegos no significa ni arte ni oficio manual sino: dejar que algo, como esto o aquello, de este modo o de este otro, aparezca en lo presente. Los griegos piensan la hnx¡t, el pro-ducir, desde el dejar aparecer. La hnx¡t que hay que pensar así se oculta desde hace mucho tiempo en lo tectónico de la arquitectura. Últimamente se oculta aún, y de un modo más decisivo, en lo tectónico de la técnica de los motores. Pero la esencia del pro-ducir que construye no se puede pensar de un modo suficiente a partir del arte de construir ni de la ingeniería ni de una mera copulación de ambas. El pro-ducir que construye tampoco estaría determinado de un modo adecuado si quisiéramos pensarlo en el sentido de la hnx¡t griega originaria sólo como un dejar aparecer que trae algo pro-ducido como algo presente en lo ya presente.

La esencia del construir es el dejar habitar. La cumplimentacicín de la esencia del construir es el erigir lugares por medio del ensamblamiento de sus espacios. Sólo si somos capaces de habitar podemos construir. Pensemos por un momento en una casa de cam­po de la Selva Negra que un habitar todavía rural construyó hace siglos. Aquí la asiduidad de la capacidad de dejar que tierra y cielo, divinos y mortales entren simplemente en las cosas ha erigido la casa. Ha emplazado la casa en la ladera de la montaña que está a resguardo del viento, entre las praderas, en la cercanía de la fuente. Le ha dejado el tejado de tejas de gran alero, que, con la inclinación adecuada, sostiene el peso de la nieve y, llegando hasta muy abajo, protege las habitaciones contra las tormentas de las largas noches de invierno. No ha olvidado el rincón para la imagen de nuestro Señor, detrás de la mesa comunitaria; ha aviado en la ha­bitación los lugares sagrados para el nacimiento y «el árbol de la muerte», que así es como se llama allí al ataúd; y así, bajo el tejado, a las distintas edades de la vida les ha marcado de antemano la impronta de su paso por el tiempo. Un oficio, que ha surgido él mismo del habitar, que necesita además sus instrumentos y sus andamios como cosas, ha construido la casa de campo.

Sólo si somos capaces de habitar podemos construir. La indicación de la casa de campo de la Selva Negra no quiere decir en modo alguno que deberíamos, y podríamos, volver a la construcción de estas casas , sino que ésta, con un habitar que ha sido hace ver cómo este habitar fue capaz de construir.

Pero el habitar es el rasgo fundamental del ser según el cual son los mortales. Tal vez este intento de meditar en pos del habi­tar y el construir puede arrojar un poco más de luz sobre el hecho de que el construir pertenece al habitar y sobre todo sobre el modo como de él recibe su esencia. Se habría ganado bastante si habitar y construir entraran en lo que es digno de ser preguntado y de este modo quedaran como algo que es digno de ser pensado.

Sin embargo, el hecho de que el pensar mismo, en el mismo sentido que el construir, pero de otra manera, pertenezca al habi­tar es algo de lo que el camino del pensar intentado aquí puede dar testimonio.

Construir y pensar son siempre, cada uno a su manera, ineludibles para el habitar. Pero al mismo tiempo serán insuficientes para el habitar mientras cada uno lleve lo Suyo por separado en lugar de escucharse el uno al otro. Serán capaces de esto si ambos, construir y pensar, pertenecen al habitar, permanecen en sus propios límites y saben que tanto el uno como el otro vienen del taller de una larga experiencia y de un incesante ejercicio.

Intentamos meditar en pos de la esencia del habitar. El siguiente paso sería la pregunta: ¿qué pasa con el habitar en ese tiempo nuestro que da que pensar? Se habla por todas partes, y con razón, de la penuria de viviendas. No sólo se habla, se ponen los medios para remediarla. Se intenta evitar esta penuria haciendo viviendas, fomentando la construcción de viviendas, planificando toda la industria y el negocio de la construcción. Por muy dura y amarga, por muy embarazosa y amenazadora que sea la carestía de viviendas, la auténtica penuria del habitar no consiste en pri­mer lugar en la falta de viviendas. La auténtica penuria de viviendas es más antigua aún que las guerras mundiales y las destruc­ciones, más antigua aún que el ascenso demográfico sobre la tierra y que la situación de los obreros de la industria. La auténtica penuria del habitar descansa en el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar. ¿Qué pasaría si la falta de suelo natal del hombre consistiera en que el hombre no considera aún la pro­pia penuria del morar como la penuria? Sin embargo, así que el hom­bre considera la falta de suelo natal, ya no hay más miseria. Aquélla es, pensándolo bien y teniéndolo bien en cuenta, la única exhortación que llama a los mortales al habitar.

Pero ¿de qué otro modo pueden los mortales corresponder a esta exhortación si no es intentando por su parte, desde ellos mis­mos, llevar el habitar a la plenitud de su esencia? Llevarán a cabo esto cuando construyan desde el habitar y piensen para el habitar.

pensar [Bauen, Wohnen, Denken] (1951) conferencia pronunciada en el marco de la "segunda reunión de Darmastad", publicada en Vortäge und Aufsätze, G. Neske, Pfullingen, 1954.

Fonte: http://www.heideggeriana.com.ar/textos/construir_habitar_pensar.htm

Espaços da arte e da arquitetura. Reflexão acerca de sua relação

Danilo Matoso Macedo

Nos foi proposta a seguinte assertiva para reflexão: “A artes plásticas: espaço analítico da arquitetura”. Não é minha intenção tratar aqui de analogias entre a cena artística e a cena arquitetônica de determinada época. Tais analogias acabam por vezes em basear-se somente numa comunhão de interesses entre os dois campos abordados através do Zeitgeist. Procuro evitar esta abordagem por parecer-me genérica e, sobretudo, desfavorável a uma compreensão dos objetos tratados em si em prol de análises contextuais. C. A. Leite Brandão nos alerta para este vício. “A tentação historicista (...) é a tentação de fazer derivar o sentido do texto, da obra arquitetônica ou do objeto artístico a partir do contexto histórico –cultural que o envolve e só depois disso abordar a obra propriamente dita (...) nela, a obra perde seu poder determinante e formativo daquele contexto” (2).


Por outro lado, tampouco é minha intenção fazer comparações diretas entre obras de arte e obras arquitetônicas específicas. Surge outra dúvida anterior e necessária a uma parametrização desta comparação: em que instância podem a arte e a arquitetura interpenetrar-se, de modo que a arte possa servir como ferramenta analítico-interpretativa da arquitetura? Ao dizer ferramenta analítico-interpretativa é possível ainda enxergar a arte sob dois aspectos: como meio ativo de intervenção em concepções arquitetônicas de uma época e como instrumento auxiliar de uma tentativa de compreensão destas concepções feitas pelo crítico ou historiador de arquitetura. O presente texto constitui uma reflexão em torno desta questão. Acredito que as novas dúvidas suscitadas poderão auxiliar-nos posteriormente na compreensão da interpenetração do espaço artístico e do espaço arquitetônico.

A reflexão proposta necessita, portanto, de uma definição dos espaços próprios de cada área, tarefa à qual dedico-me a seguir. Para tanto pretendo basear-me principalmente no ensaio de Heidegger A Coisa (3), bem como na concepção fenomenológica e hermenêutica de Carlos Antônio Leite Brandão.

O espaço da arte

Qual seria um sentido possível para um fazer artístico? Existe um sentido possível para um objeto artístico? Uma resposta nos dá C. A. Leite Brandão:

“Já na sua Poética, Aristóteles estabelece a verossimilhança e não o vero como o objetivo do poeta trágico. Propondo a este retratar não “os homens como eles são” mas “tais como devem ser”, afora inúmeras outras considerações derivadas acerca da eticidade original e da função da obra de arte, o Estagirita coloca a necessidade da obra ater-se aos princípios de unidade tempo, ação e lugar que a capacita a condensar as ações e concentrar a vida de modo a que ela, afastando-se da dispersão do contingente, revele um sentido e promova a catarsis e o auto-reconhecimento do espectador. E, assim fazendo, ela se vê conferida de sentido e oferece um conhecimento da verdade que antes se ocultava. Tal experiência da verdade é o que muda o espectador e, portanto, é um outro tipo de verdade que se anuncia na obra de arte e que não pode ser compreendida como adequatio entre a obra e algo exterior a ela: é a verdade como desvelamento, produção do sentido, experiência do mundo da obra que se intromete e faz vacilar o mundo daquele que se envolve com ela” (4).

Esta função de desvelamento da verdade interna da obra de arte só ocorre quando o intérprete confere-lhe o sentido próprio da interpenetração de seu mundo com o mundo da obra. A existência da própria obra para o intérprete só ocorre neste momento de comunhão com a sua existência. A qualidade da obra para o intérprete/espectador portanto só se revela na medida em que esta lhe desvela não só seu próprio mundo, mas ajuda-o a descobrir novos sentidos para seu próprio mundo, sua própria existência. Como diz Brandão: “o que experimentamos e nos atrai em uma obra de arte é o fato de que ao contemplá-la podemos conhecer e reconhecer algo nela e, simultaneamente, em nós mesmos” (5). Por outro lado, podemos considerar o artista como um intérprete do mundo em que vive e de sua própria existência ao conceber o objeto artístico. Assim, a tarefa poética – criativa – do artista seria ao mesmo tempo uma tarefa interpretativa. Esta abordagem abre-nos a vertente da criação artística para além da materialidade do objeto em si – autônomo – possibilitando-nos a compreensão de diversas manifestações artísticas contemporâneas onde o enfoque no processo de criação e interpretação prescinde da opacidade semântica do objeto para concentrar-se no evento poético – como ocorreu com as perfomances e os happennings a partir da década de 60.

A realidade atual, entretanto, conduz-nos rumo a outra atitude. Heidegger já apontava, nos anos 50, para um cenário de alienação crescente do homem em relação ao mundo material em que vivemos:

“todas as distâncias no tempo e no espaço estão encolhendo. O homem hoje chega em uma noite, num avião, a lugares que antigamente demandariam semanas e meses de viagem. Ele hoje recebe informação instantânea, por rádio, de eventos de que antigamente ele só ouviria falar anos após o ocorrido, se tanto. [...]

Mas a abolição frenética de todas as distâncias não traz proximidade; porque proximidade não consiste em redução de distância. O que é menos remoto para nós em termos de distância, em virtude de sua imagem num filme ou seu som no rádio, pode permanecer longe de nós. O que é incalculavelmente longínquo para nós em termos de distância pode estar próximo de nós. A curta distância não é, em si, proximidade. Nem a grande distância é longínqua” (6).

O distanciamento entre mundo concreto e o homem são apontados por Heidegger como indícios de alienação do homem em relação ao mundo em que vive, em relação às coisas materiais que nos cercam, assim como a abstração e generalização em relação à realidade do pensamento científico moderno. Esta alienação seria a causa das grandes crises contemporâneas. Um exemplo dos fatores desta crise do homem contemporâneo nos dá o próprio Heidegger:

“O conhecimento científico, que se move dentro de sua própria esfera, a esfera dos objetos, já aniquilou as coisas como coisas muito antes da explosão da bomba atômica. A explosão da bomba atômica é apenas o exemplo mais grosseiro de todas as confirmações grosseiras da aniquilação da coisa já há muito atingida: a confirmação de que a coisa como coisa permanece nula” (7).

Assim, se é tarefa da arte ajudar a conferir sentido à existência dos que com ela travam contato, uma importante linha de trabalho artístico está exatamente em recuperar a importância da materialidade das coisas, no sentido heideggeriano, na existência do homem. Parece-me, por isso, mais produtiva a concentração da produção do objeto artístico como uma coisa entre outras – o homem incluído –, que delas se destaca por sua capacidade de síntese e compreensão destas coisas mesmas.

Coisa, para Heidegger, significa aqui reunião, significa a propriedade de um objeto de ser reunindo em si um mundo: a coisa coisa [verbo]. Coisando ela fixa terra e céu, divindades e mortais. Permanecendo, a coisa traz os quatro, em sua longinqüidade, próximos um do outro (8).
É importante, neste ponto, que deixemos claros os conceitos de obra de arte de que tratamos. Lidamos aqui com três instâncias distintas:


Numa primeira instância, mais genérica, consideramos parte da obra de arte o mundo que ela reúne e cujos múltiplos sentidos e significados circulam ao redor dos diversos pólos de sua existência. É o círculo hermenêutico de Paul Ricoeur, do qual nos fala Brandão:

“Para a hermenêutica de Ricoeur, o sentido não está nem dentro nem fora do texto [a obra de arte], mas circula entre múltiplos canais: o do autor, o do leitor, o da obra, o da tradição e o do público. Contudo, ela não visa a um saber absoluto, capaz de sintetizar todos estes múltiplos canais e dirigi-los a um sentido definitivo do texto e da obra, nem pretende um saber ou mediação total. O que dela se deriva são, apenas, mediações parciais que nos dão várias perspectivas da obra, semelhante ao cubismo, semelhante à percepção em que só podemos apreender perfis de um objeto” (9).

Esta ampla visão do escopo da obra de arte, da qual suas interpretações participam e na qual coexistem nos é útil para uma visão inclusiva do estudo da obra de arte, onde sua imagem – considerada como interpretação através de fotos, desenhos etc –, os textos explicativos, interpretativos etc. sobre ela comungam de seu sentido conferindo-se mutuamente sentido os diversos pólos, ou canais, de interpretação. Assim, nos termos de Brandão: o intérprete só compreende uma obra quando ela o compreende.

Uma segunda instância da obra de arte estaria na consideração dela como objeto. Heidegger diferencia objeto de coisa, tratando por objeto à relação da coisa que existe por si só à revelia do sujeito com este sujeito-homem: “uma coisa independente auto-suficiente se transforma num objeto se a colocamos diante de nós, seja pela percepção imediata ou seja por trazer à mente uma re-presentação sua” (10). Assim, a obra como objeto existe na mente do artista antes de existir como coisa auto-suficiente. Ela existe de modo potencial como objeto na medida eu que o artista se propõe a realizá-la como coisa no futuro. Ela existe mesmo como objeto para o intérprete que se dirige ao museu esperando travar contato com ela. Mas sua existência como coisa só se completa para o artista e para o intérprete na comunhão deste objeto potencial com sua materialidade.

Por fim, temos a instância da obra de arte como coisa auto-suficiente, que, em sua materialidade, existe à revelia de um sujeito que lhe presencie. Se esta instância parece à primeira vista a mais restritiva e estéril da obra de arte, vemos que no entanto é exatamente esta autonomia que lhe confere um potencial infindável de interpretações indetermináveis por diversos sujeitos. “O objeto a ser compreendido – texto, evento histórico, objeto artístico ou arquitetônico – oferece-se sempre dentro de uma infinita opacidade e só pode ser apreendido de forma parcial e inesgotável” (11). Acredito que apenas a materialidade confere às coisas esta infinita opacidade que as torna prenhas de sentido para todos nós, pois apenas a materialidade é auto-suficiente.


O espaço da arquitetura

O espaço da arquitetura é freqüentemente mesclado ao da arte; tanto em diversas análises – como é o caso do texto de Brandão citado acima – quanto em textos normativos. Esta confusão inicial talvez ocorra por haver sido a arquitetura – ao longo da história – considerada como tal apenas ao tratar da construção de edifícios monumentais ou de caráter público ou religioso. No entanto, a prática da arquitetura moderna, principalmente a partir das vanguardas do início do século, abriu o escopo da mesma para todos os ramos da construção civil. É tarefa do arquiteto a criação do meio-ambiente construído para o homem. Este aumento de responsabilidade acabou por colocar o arquiteto num impasse: de um lado há a necessidade de construção de um meio-ambiente genérico, como palco anônimo da existência humana; do outro lado encontramos a responsabilidade histórica do arquiteto em criar sempre uma coisa entre coisas, um objeto diferenciado que sintetize a experiência de quem o cria e vivencia: a priori, uma obra de arte.
A própria alcunha do termo arquitetura coloca-nos diante desta dicotomia:


“A origem etimológica da palavra arquitetura, entre os gregos, decorre da necessidade de distinguir algumas obras providas de significado existencial maior do que outras, que apresentavam soluções meramente técnicas ou pragmáticas. Assim, precedendo ao termo tektonicos (carpinteiro, fabricante, ação de construir, construção), acrescentou-se o radical arché (origem, começo, princípio, autoridade)” (12).

A priori, no entanto, a responsabilidade e obrigação do arquiteto é de pensar, criar e viabilizar a construção de um meio-ambiente repleno de coisas em potencial – como qualquer coisa pré-existente: uma pedra, uma árvore, uma montanha.

Ao livrar o fazer arquitetônico desta pretensa tarefa artística não estamos livrando-o de uma tarefa pensante, poética. Como nos sugere o próprio Brandão:

“a modernidade (...) leva, no século XIX, à perda da arché. Não que a partir daí o que se tenha edificado não tenha importância. A originalidade e a vitalidade da aquitetura do século XX provam-nos o contrário, embora não nos seja claro se ela remete a uma arché – o que Payot nega, pois a considera submissa ao industrialismo, ao tectônico – e que arché seria esta” (13).

É possível atingir um fazer artesão, tectônico que nos remeta a uma arché? Provavelmente sim. Quando Heidegger aponta o distanciamento, a falta de proximidade do homem moderno com as coisas que circundam-no, ele iguala-as a coisas que encontram-se distantes. Na contramão do distanciamento das coisas simples e concretas que nos circundam, está a aproximação das coisas distantes que chegam até nós. E mais: sem o tectônico puro e simples não é possível o arqui-tectônico.

É necessário um dia-a-dia alienado para que possamos re-descobrir esta mesma realidade ao travar contato com uma obra de arte ou com uma obra de arqui-tetura. É necessário haver igualdade para que se reconheça uma desigualdade. Uma das causas da crise da arquitetura contemporânea é a crise de caráter da própria profissão: o arquiteto é ensinado em escolas e livros a criar obras de arte, espaços que se diferenciem, que sejam obras de arte e frustra-se constantemente ao descobrir que o meio-ambiente urbano em que vivemos é homogêneo e amorfo não pela anonimidade das contribuições individuais, mas por diversas tentativas frustradas de se construírem espaços de diferença. A somatória destas tentativas acaba por descortinar ao habitante urbano não uma somatória de sínteses de sua existência comungada com cada contribuição, mas uma triste coleção de construções que podem ter se diferenciado das demais em algum momento, mas cuja repetição de princípios e padrões construtivos posterior em diversas outras edificações acaba por esgotá-la como espaço significativo. Nas cidades brasileiras, é a sucessão de estilos e modas arquiteturais que nos circunda, numa espécie de ecletismo temporal que sequer nos explica a história da arquitetura, pois a necessidade frenética de construção do mercado imobiliário acaba por destruir, desconfigurar ou simplesmente ignorar a presença de uma ou outra construção que possa realmente haver sido determinante em algum questionamento espacial específico.

Não devemos, no entanto, confundir pragmatismo construtivo com tecnicismo, com neutralidade formal nem e menos ainda com funcionalismo.

O tecnicismo ou a prevalência da techné sobre a arché enfatiza o discurso da técnica construtiva como ofício de eficiência, durabilidade e, por vezes, novidade técnica sobre a necessidade de se construir espaços demandados por um indivíduo ou grupo de indivíduos. Neste caso, os meios se sobrepõem à finalidade: construir o meio-ambiente humano. O que construir torna-se secundário em relação a como construir. O discurso técnico converte-se em objeto, no sentido heideggeriano, em lugar da coisa construída: um objeto distanciado da realidade.

A neutralidade formal, embora em grande parte das vezes seja a resposta construtiva mais pragmática, simples e direta a determinada questão edilícia, não necessariamente contribui para a conformação de um meio ambiente urbano anônimo. Se por um lado uma construção formalmente neutra isolada dentro de um contexto urbano caótico grande parte das vezes converte-se em benéfica generosidade estética ao habitante da cidade, por outro lado a uniformidade generalizada, carente de individualidade, (o caso dos grandes conjuntos habitacionais europeus do pós-guerra, por exemplo) não oferece ponto de toque direto na escala humana que o aproxime do edifício como coisa, convertendo-o não num meio-ambiente resultante de uma reunião de coisas próximas ao homem, mas num espaço homogêneo e indistinto, cuja síntese pouco interessaria a objetos de diferenciação.

O funcionalismo peca pela valorização excessiva da idéia do espaço e de seu uso e apropriação pelo homem. Negando a autonomia da obra e sua opacidade semântica, o arquiteto funcionalista acredita estar determinando a leitura da obra de arquitetura ainda em sua concepção, quando ela ainda é mais objeto abstrato que coisa concreta. O resultado é uma vã tentativa de “congelamento” do Zeitgeist da obra, através de uma compartimentação funcional. A repetição exagerada do plan libre corbusiano, embora seja uma solução menos determinista deste uso, acaba incorrendo, por vezes, no já citado problema da neutralidade formal excessiva.

Um pragmatismo construtivo centra-se na produção de uma coisa, considerada não apenas como materialidade auto-suficiente, mas também como um mundo em si, no sentido de Heidegger. Os atuais sistemas de produção/construção do espaço tornam quase indispensável a objetificação racional do mesmo através de representações, desenhos técnicos, simulações e cálculos diversos que permitem o planejamento de custos, pessoal e material envolvidos no processo. Acredito que, ao contrário do que possa parecer, os meios de comunicação e representação – considerados como objetificação científica – não comparecem no processo de produção do espaço como um modo de alienação entre a coisa construída – obra de arquitetura – e homem – no caso o arquiteto e o cliente/construtor geradores do espaço. Isto porque se consideramos como parte da coisa obra de arquitetura todas as interpretações do objeto auto-suficiente – a edificação construída –, então somos forçados a admitir como parte do mundo que esta coisa reúne em si também as diversas apresentações e re-presentações feitas em torno a essa coisa. Aqui, a representação arquitetônica é instrumento de interpretação da obra de arquitetura, e com ela se inter-penetra na interseção de seus mundos, num acréscimo de ser mútuo entre estes elementos.

Afirmo aqui que, sendo as representações da obra de arquitetura parte de seu mundo e vice-versa, é exatamente na riqueza deste acréscimo de ser mútuo entre re-presentação e obra construída representada fecunda-se um possível sentido da coisa obra de arquitetura. Quanto mais íntimo e rico for este acréscimo de ser maior será a capacidade desta obra de aproximar-se não apenas de seus criadores/intérpretes, mas também de seus espectadores/intérpretes. Trata-se de um meio válido de se garantir que esta obra será uma coisa entre coisas – homem, natureza, contexto urbano ou natural etc –, que reuna em torno de si sentidos múltiplos. Isso não quer dizer necessariamente que esta obra é uma coisa que se destaca dentre as demais por uma capacidade analítica superior, como é o caso da obra de arte, mas apenas que ela guarda uma relação de proximidade maior com o homem.

Interseção entre os espaços da arte e da arquitetura

Como é possível relacionar o mundo da obra de arte ao mundo da obra de arquitetura? Se pensamos a arquitetura em princípio como uma coisa entre coisas, que compõe um meio-ambiente sereno à experiência humana e a obra de arte como uma coisa que se destaca entre coisas por mostrar ao homem “a verdade como desvelamento, produção do sentido, experiência do mundo da obra que se intromete e faz vacilar o mundo daquele que se envolve com ela” (14), a relação entre os dois espaços nos parece claramente complementar.

Mais que complementar, entretanto, a relação entre as artes plásticas e a arquitetura é original, arquetípica, como nos propôs o teórico alemão Gottfried Semper:

“Etimologicamente, ele assinala, a palavra para parede (em alemão wand) é cognata de gewand, que significa vestimenta, manto, de modo que a policromia [em arquitetura] tem sua origem no conceito de vestimenta cobrindo a primeira arquitetura” (15).

A assertiva de Semper sugere-nos não apenas a relação entre parede e abrigo, mas entre artes plásticas e abrigo. A idéia de abrigo, de habitação teria nascido originalmente não do ato de se edificar uma cabana primitiva original, mas da construção mental de um espaço representativo existencial repleno de símbolos, imagens e texturas, representadas nas paredes das cavernas primitivas. É, portanto, da necessidade de simbolização, reunião e re-presentação do mundo que surge a noção de habitação. Ela surge antes como objeto mental que como produto, matéria auto-suficiente. A idéia de abrigo provê o conceito de habitação ao homem. Heidegger adverte-nos, no entanto, que o que uma “coisa é nós nunca podemos apreender (...) somente observando a sua aparência externa, a idea. Por isso Platão, que concebe a presença em termos de aparência externa, tinha menos entendimento da natureza da coisa que Aristóteles e todos os pensadores seguintes”. (16)

Mas o que é o conceito de habitação? Heidegger, em seu ensaio Construir, Habitar, Pensar, relaciona etimologicamente no alemão arcaico o termo construir (bau) com o verbo ser/estar (bin), e acrescenta: “não habitamos porque construímos, mas construímos hoje e no passado enquanto habitamos, quer dizer, enquanto somos os habitantes e somos como tais” (17). Mais adiante, Heidegger conclui: “habitar é o traço fundamental do ser (sein) de acordo com o qual os mortais são” (18). E depois alerta-nos para a crise contemporânea: “a verdadeira crise da habitação não reside na falta de alojamentos. (...) A verdadeira crise da habitação reside no fato de que os mortais estão sempre procurando o ser da habitação e de que precisam, antes de tudo, aprender a habitar” (19).

A conclusão lógica a que chegamos é clara: a crise da habitação relaciona-se à crise do ser. Esta por sua vez tem sua origem na relação de falta de proximidade que nós, como coisas mortais, temos com as demais coisas que nos cercam. É deste distanciamento da materialidade imediata que surge a crise do ser e, conseqüentemente, a crise do habitar.

Igualmente, para um aprendizado do ser de cada um, é necessário que cada um aprenda a habitar através da construção de seu mundo próprio. A construção do mundo de coisas que nos cercam precede à construção física. Construir é tanto um ato de re-presentação das coisas quanto a presentificação delas mesmas.

É esta construção mental a mesma que as artes plásticas auxiliam-nos a construir e a reconstruir, fazendo vacilar o nosso mundo. Nesse sentido, ao arquiteto cabe a tarefa de tecer o manto, o abrigo de circunstantes coisas soberanas. O mundo das artes é a ruptura, o ato analítico (ana-lisis, do latim ruptura) do torpor alienado em que vivemos, em prol da síntese que a arquitetura acolhe.

A habitação passa a ser o lugar e o ato pelo qual confirmamos nossas certezas, onde construímos nossa relação com os diversos mundos das coisas que nos circundam e damos sentido à nossa existência.

O mundo das artes e o mundo da arquitetura se interpretam, se inter-penetram, portanto nesta relação dialética de análise/síntese, o que nos permite reescrever a assertiva original, pois tanto a arquitetura constitui um espaço sintético para as artes plásticas quanto temos as artes plásticas: espaço analítico para a arquitetura.

Nota

1
Texto elaborado para a disciplina Tópicos Especiais de Arquitetura e Urbanismo – As Artes Plásticas, Espaço Analítico da Arquitetura – ministrada pelo professor Dr. Stéphane Huchet no Curso de Mestrado em Arquitetura e Urbanismo Escola de Arquitetura da UFMG no 1º semestre de 2001, com orientação do professor Dr. Luiz Alberto do Prado Passaglia. Julguei pertinente sua publicação dado o debate que vem cercando o Concurso para o Centro de Arte Corpo, realizado pelo IAB e pela USIMINAS em 2001.

2
BRANDÃO, Carlos A. L. A formação do homem moderno vista através da arquitetura. Belo Horizonte, Editora da UFMG, 2ª ed., 1999, p.115.

3
HEIDEGGER, Martin. The Thing. in Poetry, Language, Thought. New York: Perennial Library. 1971, p. 165-183.

4
BRANDÃO, Carlos A. L. Hermenêutica e verdade na obra de arquitetura. Parte 01. Texto não publicado. Belo Horizonte: Núcleo de Pós-Graduação em Arquitetura e Urbanismo da UFMG. 1997, p. 3-4.

5
BRANDÃO, Carlos A. L. De arquitetura e urbanismo, Belo Horizonte: EAUFMG, jul./dez. 1999, p. 121.

6
HEIDEGGER, Martin. Op. cit., p. 165

7
Idem, ibidem, p. 170

8
Idem, ibidem, p. 177.

9
BRANDÃO, Carlos A. L. Op. cit. (1999), p. 117.

10
HEIDEGGER, Martin. Op. cit., p. 167.

11
BRANDÃO, Carlos A. L. Op. cit. (1999), p. 118

12
BRANDÃO, Carlos A. L. Op. cit. (1999), p. 27.

13
BRANDÃO, Carlos A. L. Op. cit. (1999), p. 227.

14
BRANDÃO, Carlos A. L. Op. cit. (1997), p. 4.

15
KRUFT, Hanno-Walter. A history of architectural theory – from vitruvius to the present. New York, Princeton Architectural Press, 1994, p. 312.

16
HEIDEGGER, Martin. Construir, habitar, pensar in CHOAY, Françoise. O Urbanismo. trad. Dafne Rodrigues. São Paulo, Perspectiva, 1979, p. 168.

17
Idem, ibidem, p. 347.

18
Idem, ibidem, p. 348.

19
Idem, ibidem, p. 349.


_________________________________
Danilo Matoso Macedo é arquiteto (EA-UFMG, 1997), vencedor do Concurso Attílio Correia Lima de Requalificação do Centro de Goiânia, em 2000 (com Alexandre Brasil, André Oliveira e Carlos Alberto Maciel), menção honrosa no 1º Prêmio Itagrés Arquiteto 2000, em 1995, e no 10º Concurso Paviflex, em 1998. Atualmente cursa mestrado em arquitetura e urbanismo na EA-UFMG


Fonte:http://www.vitruvius.com.br/arquitextos/arq000/esp142.asp